lunes, 18 de octubre de 2010

"Jorge Ibargüengoitia, el humor contra los tontos solemnes", por Raúl Rivero

Jorge Ibargüengoitia
Me apetecía invitar a Jorge Ibargüengoitia a este blog, y qué mejor manera de hacerlo que de la mano del poeta y periodista cubano Raúl Rivero, que tiene al mexicano como "un maestro del humor, la irreverencia, la mordacidad y el desparpajo". 
Ibargüengoitia nació en 1928 en  Guanajuato (México), y falleció en un accidente de aviación en Mejorada del Campo (España).
Este artículo fue publicado por Rivero en su columna de opinión de El Mundo el 27 de febrero de 2010.


Jorge Ibargüengoitia, el humor contra los tontos solemnes

Los relámpagos de Jorge
Su cartel de humorista, de hombre peligroso que escribía de México y su gente con una granada de mano en el cenicero, no tiene nada que ver con el deseo de Jorge Ibargüengoitia Antillón. Él quería contar sus historias en unas hojas y lanzarlas a la calle desde la penumbra como quien tira un mensaje a un río. Y quedarse después tranquilo sin saber si lo recibiría una muchacha, un pescador o el mar salobre y ajeno.
Así lo confesó alguna vez, y era un buen argumento para explicar su abandono definitivo del teatro (como dramaturgo y como crítico) con su enojoso andamiaje de imprescindible contacto con el público. Pero podía ser también una cobija segura para alguien cuya obra literaria y periodística lo obligaba a parecer feliz, simpático, deslumbrante y encantador a toda hora.
Es que este señor, nacido en Guanajuato, en 1928, y muerto en Mejorada del Campo, España (en un accidente de aviación), en 1983, está registrado como un maestro del humor, la irreverencia, la mordacidad y el desparpajo. Con esa credencial entró directamente a un sitio solitario y único en la literatura de su país y en la del continente.
Su teatro, sus cuentos, sus novelas y las colecciones de crónicas y notas que escribió en su vida están cortadas con las mismas tijeras romas. Cada página suya tiene la marca de unos sablazos, la molestia de una parodia o la punta de su cuchillo en una superficie concebida para que fuera lujosa y a la que la mirada de Ibargüengoitia le descubre falsedades o podredumbres.
El poder que usaba para rebajar solemnidades y dejar en refajo y medias negras cualquier asunto de la vida o de la historia, y su dominio del idioma y sus descubrimientos de entradas insólitas y caminos viejos, son parte de las fuerzas que no dejan en paz su tumba en Guanajuato. Este año se reeditan dos de sus novelas y el día del libro, el 23 de abril, será la figura principal en México junto a Oscar Wilde y J.D. Salinger.
El crítico Jaime Castañeda Iturbide anuncia, en un estudio sobre Ibargüengoitia, que el escritor se burla de la Revolución mexicana en el momento que todos la veneran. Cuando se escriben libros en contra de las dictaduras de América Latina, el aguafiestas, el insoportable, hace una farsa en la que se igualan los héroes y sus enemigos. Si se pone de moda el culto al yo, él escribe un libro de cuentos en el que se burla de sí mismo y aparece como un tipo torpe, ingenuo y pobre.
«Jorge Ibargüengoitia», dice Castañeda, «tiene un ojo mágico para ver la realidad; es impresionante la manera en que, como un rayo, llega a sus entrañas; se repite en sus obras esa misión desencantada de tu vida, de nuestra vida, pero sin amargura, sin odio».
El mexicano publicó las piezas de teatro Ante varias esfinges, Susana y los jóvenes, La lucha con el ángel, El atentado y El viaje superficial; las novelas Los relámpagos de agosto, Maten al león, Estas ruinas que ves, Las muertas, Dos crímenes y Los pasos de López; los libros de cuentos La ley de Herodes y Los hermanos Pinzones, y los cuadernos de crónicas periodísticas Viajes a la América ignota, Autopistas rápidas, Instrucciones para vivir en México y ¿Olvida Ud. su equipaje?
El día que murió, el 27 de noviembre de 1983, desapareció con él, en el desastre aéreo, el original de una novela en la que trabajaba y que tenía como título provisional Isabel cantaba.
Ibargüengoitia tiene una presencia tangible en el México de hoy. La tiene por su pasión por desacralizar, mediante su prosa crítica, lúcida y divertida, los panfletos de los historiadores tiesos y estrábicos. Por los candados que dejó hechos talco, como de paso, en sus libros, y porque en su figura las nuevas generaciones de escritores tienen una reserva privada de libertad y de inteligencia.
Dejó escrita esta frase aclaratoria y cortante: «Quien creyó que todo lo que dije fue en serio, es un cándido, y quien creyó que todo fue broma, es un imbécil».





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