viernes, 14 de enero de 2011

"Dodecálogo de deberes del periodista", por Camilo José Cela

Camilo José Cela (1916-2002), en una imagen tomada de Wikiquote
 
Por casualidad me he topado con este dodecálogo de los deberes del periodista, dictado por Cela en el transcurso de una conferencia en la universidad que lleva su nombre, en mayo de 2001. Reproduzco el texto tal como está publicado en Red Escolar




Señoras y señores.
Somos todos los aquí reunidos gentes de mejor o peor letra que, por razón de fatalidad quizá histórica, manejamos la letra como herramienta y aún la esgrimimos como arma que, a veces, se nos vuelve como el bumerán y nos descalabra o, al menos, nos asusta con la amenaza del descalabro. A nosotros nos corresponde, pues, poner las cartas sobre la mesa y bucear, hasta donde la contenida respiración nos lo permita, en el torbellino de razones y sinrazones, de augurios, de casualidades y de rigurosas o flexibilísimas zalemas que nos acerquen al mejor entendimiento de la evidencia. No resulta ocioso recordar a aquel soldado tan valiente que no se rendía ni ante la evidencia misma; bien alejados de semejantes extremos "y paradójicos valores, la damos por buena y ante ella nos rendimos sin condiciones, sí, pero también sin alejarnos de lo que entiendo como inexcusable deber y anuncio en el dodecálogo que me voy a permitir expresar ante ustedes".
Son varios los supuestos de los que ha de partir el periodista para el buen ejercicio de la profesión y creo que quizá pudiéramos decirlos en una docena de mandamientos.
El periodista debe:
I. Decir lo que acontece, no lo que quisiera que aconteciese o lo que imagina que aconteció.
II. Decir la verdad anteponiéndola a cualquier otra consideración y recordando siempre que la mentira no es noticia y, aunque por tal fuere tomada, no es rentable.
III. Ser tan objetivo como un espejo plano; la manipulación y aun la mera visión especular y deliberadamente monstruosa de la imagen o la idea expresada con la palabra cabe no más que a la literatura y jamás al periodismo. (Advierto que uso el primer adjetivo en la acepción, para mí todavía viva, que la Academia se apresuró -y pienso que también se precipitó- a considerar anticuada).
IV. Callar antes que deformar; el periodismo no es ni el carnaval, ni la cámara de los horrores, ni el museo de figuras de cera.
V. Ser independiente en su criterio y no entrar en el juego político inmediato.
VI. Aspirar al entendimiento intelectual y no al presentimiento visceral de los sucesos y las situaciones.
VII. Funcionar acorde con su empresa -quiere decirse con la línea editorial- ya que un diario ha de ser una unidad de conducta y de expresión y no una suma de parcialidades; en el supuesto de que la coincidencia de criterios fuera insalvable, ha de buscar trabajo en otro lugar ya que ni la traición (a sí mismo, fingiendo, o a la empresa, mintiendo), ni la conspiración, ni la sublevación, ni el golpe de estado son armas admisibles. En cualquier caso, recuérdese que para exponer toda la baraja de posibles puntos de vista ya están las columnas y los artículos firmados. Y no quisiera seguir adelante -dicho sea al margen de los mandamientos- sin expresar mi dolor por el creciente olvido en el que, salvo excepciones de todos conocidas y por todos celebradas, están cayendo los artículos literarios y de pensamiento no político en el periodismo actual, español y no español.
VIII. Resistir toda suerte de presiones: morales, sociales, religiosas, políticas, familiares, económicas, sindicales, etc., incluidas las de la propia empresa. (Este mandamiento debe relacionarse y complementarse con el anterior.)
IX. Recordar en todo momento que el periodista no es el eje de nada sino el eco de todo.
X. Huir de la voz propia y escribir siempre con la máxima sencillez y corrección posibles y un total respeto a la lengua. Si es ridículo escuchar a un poeta en trance, ¡qué podríamos decir de un periodista inventándose el léxico y sembrando la página de voces entrecomilladas o en cursiva!
XI. Conservar el más firme y honesto orgullo profesional a todo trance y, manteniendo siempre los debidos respetos, no inclinarse ante nadie.
XII. No ensayar la delación, ni dar pábulo a la murmuración ni ejercitar jamás la adulación: al delator se le paga con desprecio y con la calderilla del fondo de reptiles; al murmurador se le acaba cayendo la lengua, y al adulador se le premia con una cicatera y despectiva palmadita en la espalda.
El respeto a la verdad, el sencillo e inmediato homenaje que día a día ha de prestarse a la verdad, debe guiar a todos y cada uno de los pasos del periodista que aspire a representar su papel con dignidad y grandeza o, lo que es lo mismo, con eficacia, y a no ser merecedor de la reprimenda que Graham Greene dirigió a Anthony Burgess: ¿Está usted mal informado o padece la torpe enfermedad del periodismo, dramatizar los sucesos en detrimento de la verdad?
Me permito suponer que un periodismo bien hecho conduce a un mayor número de lectores de periódicos. No es necesario echar carne a las fieras, que es uno de los más graves pecados del periodismo en el mundo entero, sino que hay que enseñar a las fieras a comer carne sin atragantarse y a sacar buen provecho de la comida; nadie debe olvidar que el fácil ingenio, si no se presenta respaldado y lastrado por otros valores más sólidos, antes puede ser rémora que acicate.
En España hay unos 110 diarios que tiran, entre todos, claro es, alrededor de los 3.000.000 de ejemplares. En Gran Bretaña, con algunos diarios menos, con 100 diarios, se tiran siete veces más ejemplares, 21.000.000 de ejemplares. En la Comunidad Económica Europea tan sólo Portugal está por debajo de nosotros en la difusión de prensa por habitante, lo cual es chico consuelo, e incluso Grecia nos supera. Los datos expuestos no propician al optimismo pero sí, quizá, pueda valernos para orientar nuestras bienintencionadas ideaciones. En los diarios españoles trabajan algo más de 2.500 periodistas, bastantes menos que en Gran Bretaña o en Alemania y la mitad, aproximadamente, que en Francia o en Italia; no considero el número ni la proporción de los obreros y funcionarios que trabajan en los diarios de los países dichos porque entiendo que los periódicos los hacen los periodistas y no nadie más: los obreros y los funcionarios que trabajan en los periódicos cumplen su función, sin duda, pero no tienen ni arte ni parte en el interés o desprecio -en la afición o aversión- y en el grado de aceptación o de rechazo que puede despertar el objeto que se ofrece cada día al lector, como tampoco tienen los fabricantes de la maquinaria o del papel o de la tinta o las mujeres de la limpieza o los guardias que velan por la seguridad de todos.
Y si aceptamos -y aún convenimos- que el periódico es el fruto de los desvelos del periodista, hacia éste es hacia donde deberemos dirigir la mirada. Probemos a hacerlo así planteándonos una inicial cuestión: ¿sabemos los periodistas nuestro oficio? (Entre paréntesis aclaro que empleo la primera persona porque me siento entre compañeros ya que hace medio siglo que tengo carné de periodista, exactamente el número 1.044 del Registro Oficial, aunque a raíz de la publicación de 'La colmena' en Buenos Aires me expulsaron de la Asociación de la Prensa de Madrid, de la que me hicieron socio de honor cuando viraron las tornas en el ruedo ibérico y se mudó el decorado de la farsa nacional. Pero poco importa la pequeña anécdota de cada uno de nosotros.)
Sé bien que entre las causas que pueden incidir sobre el mayor o menor índice de lectores no es la única la calidad del producto ofrecido, aunque sí sea lo bastante importante como para que debamos pasar sobre ella, siquiera fuere con brevedad. Estamos hablando de diarios y sin duda hemos de referirnos al periodista que los hace, dando de lado -lo que en ocasiones pudiera inducir a confusión- a otras suertes de periodismo de tan varia como importante incidencia en la vida pública española e incluso en la marcha de nuestra historia, aun con el viento en contra y a trancas y barrancas. Hablo del periodismo de las revistas, que puede conformar o deformar imágenes y aun conductas; del periodismo de la radio, tan eficaz en su velocidad de comunicación que, al alcanzar o casi alcanzar las lindes del automatismo, se produce punto menos que como el cuerpo y su sombra (recuérdense las peripecias de la baza de espadas del 23 de febrero) y, quizá entre otros, del periodismo de la televisión, palpable e implicador y aun cómplice en sus transmisiones en directo y modelador y aun coaccionador en sus programas de estudio.
Soy de los que suponen que la televisión no resta lectores al libro o al periódico ya que, quienes se hipnotizan ante el televisor y no leen, tampoco leerían aunque no existiera tal vehículo de comunicación sino que se refugiarían en cualquier otra suerte de hipnosis: el parchís, los solitarios de la baraja o el ver a la gente ir y venir para arriba y para abajo. Es más, pienso que la televisión bien pudiera incitar a la cultura -y a la lectura- tan pronto como quienes la orientan y la gobiernan se propusieran hacerlo así.
La lectura tiene mala prensa, en general, aunque no tanta como la que ya tuvo, y pudiera tenerla buena si los periodistas, sobre escribir bien -recuérdese lo que quiero decir: con sencillez, corrección y un absoluto respeto a la lengua y a la gramática que la rige y regula- nos decidiéramos a hacerla deseable. Vittorio Orefice, el sagaz comentarista político italiano, sostiene que la nueva fuente del poder no es ya el dinero en manos de unos pocos sino la información en manos de muchos. Y de esa fuente puede brotar, si el periodista quiere y sabe, el aprecio o el rechazo de lo que fuere -ahora hablamos de la lectura-, la afición o aversión que hacía lo que fuere puede mostrar el individuo y aun la masa. No debe olvidarse que la noticia es un objeto de consumo que se sirve adobado de interés y salpimentado con inteligencia y que el amor a la lectura puede ser noticia, a lo largo de no sé cuantas vueltas dialécticas, si se acierta a vestirlo con las debidas galas interesantes, esto es, si se acierta a venderlo.
Hay que tener valor para la defensa de la noticia (y noticia puede serlo todo y no tan sólo la del niño que mordió al perro) sin abdicar de la silueta de cada oficio y sin querer invadir órbitas ajenas. Cuando el periodista prueba a suplantar al político acaba falseando la realidad y cuando el político se siente periodista deviene en déspota.
Todos sabemos que nadie debe forzar a nadie a que piense con arreglo a pauta ajena y dictada, pero ninguno ignoramos que el afán catequístico puede ser peligroso para la saludable y sosegada convivencia. Hay que leer sin telarañas en los ojos y pensando que la verdad es una estrella fugaz y de trayectoria desconocida y aún cambiante. Pero nadie debe erigirse en portavoz de la verdad y menos que nadie el periodista, que no es más cosa que el vocero y la caja de resonancia de las mil verdades que cada mañana retumban por el ancho mundo. Y nadie debe proclamarse, tampoco, juez de conductas y fiscal de la sociedad y menos que nadie el periodista que no es más cosa que el eco del ruido del mundo (recuérdese el noveno de los mandamientos que quedaron dichos) o el muro de las lamentaciones ante el que lloran a gritos o en silencio, los hombres que alimentan ese ruido, ese clamor, ésos a veces aulladores jirones de la historia. Siguiendo por la noble y generosa vía abierta por Albert Camus, declaro mi adhesión sin reservas a los hombres que padecen la historia, no a quienes la interpretan y la escriben, y pregono mi pensamiento de que el más inmediato camino de redención para los innúmeros héroes de quienes nadie recuerda ni el nombre, es el de propiciarla lectura que barniza las almas de elegante fuerza para la lucha.
Con muy forzada lentitud pero con una infinita paciencia los periodistas debemos luchar con el supuesto de Hjarmar Schacht cuando asevera que a los lectores de periódicos no les interesa lo que otros cavilan sino que buscan leer lo que ellos mismos piensan. No y mil veces no; ese es el mal camino y por él no llegaríamos jamás a puerto alguno propicio.
Al lector hay que servirle realidades ciertas, noticias alojadoras de verdades y pensamiento que pueda dar pábulo al nuevo pensamiento. Sólo así -según me permito decirles- el interés por la lectura crecerá al mismo ritmo que el interés de cuanto vive en torno. Y sólo así -según me atrevo a desear- crecerá viva y lozana como la flor del monte, la noble afición a la lectura.
En la memoria guardo siempre dos endecasílabos de Unamuno que muy bien pudieran servir de báculo al hombre de buena intención.
Dios te conserve fría la cabeza, caliente el corazón, la mano larga.
Sí, tal como Unamuno le pedía a Dios: con la cabeza serena, el corazón enamorado y la mano dadivosa. De esta manera el hombre, ante el papel escrito -el poema, la novela, la crónica, la carta, el periódico- leerá lo que otro hombre escribió para ser leído.
Somos, quienes aquí estamos congregados, gentes de mejor o peor letra que, por razón de fatalidad histórica o humana, que poco importa, manejamos la letra como herramienta y aun la esgrimimos como arma; en español se dice que a las armas las carga el diablo, pero no es éste nuestro caso a poco que probemos a manejarlas con serenidad y buen sentido. De su inteligente uso dependerá, en gran parte, la suerte que corra la lectura en la atención y el ánimo de los demás: la afición o aversión que los demás muestran a lo que nosotros nos atrevemos a servirles. Miremos para dentro de nosotros mismos, buceemos en nuestra conciencia, auscultemos nuestro entendimiento y sigamos luchando, día a día, para que la lectura gane cada día una nueva voluntad
  


*Conferencia dictada durante la clausura del ciclo Comunicación y Sociedad en el Siglo XXI, en la Universidad Camilo José Cela en mayo del 2001.








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