lunes, 11 de abril de 2011

Prosas escogidas: "Días del desván", de Luis Mateo Díez





Días del desván es la recreación literaria de la infancia de su autor, Luis Mateo Díez, que pasó los primeros doce años de su vida en Villablino, León, territorio mitológico que es citado en estas páginas como El Valle. El libro consta de treinta capítulos breves que dan cuenta de las aventuras del autor y su inseparable hermano, dos niños de fértil imaginación que han encontrado en un desván del hogar el paraíso para sus inagotables fantasías. 

De la edición de Anaya, en su colección Nueva Biblioteca Didáctiva, he seleccionado el capítulo 10, dedicado a la figura del lobo. Técnicamente tiene una particularidad muy interesante: como se encarga de explicarnos Miguel Díez R, autor de la introducción y del apéndice, "en esta [historia] realmente son cuatro los narradores: Birno se lo contó al padre de Almo, el padre a su hijo, Almo a los niños, y el autor a los lectores de esta obra". 



10

El lobo

"Lo que Almo contó juraba habérselo oído a su padre, y del padre de Almo todos tenían la impresión de un hombre tan extremadamente serio, que aquello debe ser verdad por extraordinario que pareciera. 

Lo contó una de esas tardes de invierno que larvaban el oscurecer con más desidia que inquietud, como si las horas inmovilizaran el sopor y los niños no encontraran el aliciente de ningún juego. 

Se habían sentado en el soportal de la plaza, arracimados en el mismo poyo, con los cabases desordenados a sus pies. La plaza estaba sumergida en el silencio que la deshabitaba y hasta el agua de los caños de la fuente manaba con mayor sigilo, como si la desgana del invierno la contuviera. 

Tal como lo contaba Almo, la noche no había hecho ninguna advertencia de nieve, al menos una advertencia suficiente para que Birno pudiera calcular las complicaciones de aquellos siete kilómetros hasta el pueblo, desde la bocamina de Canzo, por los pinares y las selvas del Rebueno. 

No era la hora habitual porque no coincidía con ninguno de los turnos, y Birno había tenido que hacer algunas labores especiales y el camión en el que había subido, había bajado hacía un buen rato. Los siete kilómetros por los pinares y las selvas le parecieron el mejor atajo y, por lo que comentaba el padre de Almo, no reparó en nada que no fuese el pensamiento de llegar a casa lo antes posible. 

La nieve llegó por el camino en la dirección que Birno llevaba, y en los trechos en los que el camino se hacía sendero o se adelgazaba hasta el límite de una huella que se internaba en la maleza, arreciaba como si los copos volaran más inquietos. 

El padre de Almo, que conocía a Birno de toda la vida, dijo que solo un hombre joven y fuerte como él pudo seguir adelante, cuando pasados algunos kilómetros la nieve ya cuajaba en la espesura del pinar y, mucho más, por la selva de los helechos, sabiendo Birno que el tiempo que llevaba andando no coincidía con un tramo razonable de trayecto, y la noche cumplía sus horas mientras más se extraviaba. 

Por las profundidades del Rebueno se escuchó la respiración de la alimaña. Ahora la nieve caía con mayor parsimonia, densa y ociosa, en ese punto en que la nevada ya no se resigna a ceder, porque conquista la convicción de que se hará eterna. La respiración llegaba como un rastro más ávido que sofocado, y Birno se detuvo un instante. 

-El lobo calla y se agacha -decía Almo que le había contado su padre- cuando la presa se para, y cuantas veces lo haga la presa lo hace el lobo, teniendo en cuenta que el lobo teme al hombre y no le va a atacar hasta que lo tengo derrotado. 

Lo escuchaba con absoluta nitidez, como si el silencio de la nieve sirviera para ampliar el eco de la persecución. 

Birno llevaba un rato sintiendo la humedad helada que amenazaba los músculos, porque su ropa sorbía los copos y sus pasos se habían hecho demasiado lentos. Intentó agilizarlos pero le resultó imposible. El rastro de la alimaña era cada más cercano, tanto, contaba el padre de Almo, que hubo un momento en que, al volverse, percibió su hocico, del mismo modo que, unos pasos después, vio brillar sus ojos. 

Del pinar y la selva a la Corrada la noche se hizo más larga que ninguna, al menos más larga que todas las que Birno pudiera recordar juntas. 

El lobo corría a su alrededor, le adelantaba, le aguardaba, volvía a perseguirle. Era un bicho enorme y, cuando Birno alcanzó la vuelta del camino que, hacia la Corrada, señala un abedul gigante, lo vio tendido en la nieve, al pie del abedul, como si hubiese elegido ese punto, desde donde ya podía avistarse el pueblo, para poner fin a la persecución. 

Fue entonces cuando Birno se detuvo y sintió que el miedo, un miedo que venía creciendo en su cuerpo como el musgo de la congelación, paralizaba su mente, enquistaba su voluntad, desvanecía la conciencia, al tiempo que comenzaba a percibir una extraña salpicadura en las venas que, solo por un instante, alertó el latido de lo que deja la vida en el umbral de la muerte. 

El lobo husmeó con sigilo y recelo aquel cuerpo varado que ya no tenía respiración y retomó el rastro de su acecho, la huella que la nieve velaba en el camino de la persecución, como si quisiera regresar sobre sus pasos al interior de la selva petrificada. 

Almo dijo que su padre fue el primero que vio a Birno llegar al pueblo, porque esa madrugada los mineros del primer turno adelantaban la entrada y él tenía que ir antes. Venía entre la nieve como si la nieve le creciera del cuerpo y caminaba como un autómata, con pasos firmes y mecánicos. 

Lo que más impresionó al padre de Almo fueron los ojos de Birno, la mirada helada que solo comenzó a desentumecerse cuando se sentó desnudo, con una manta a los hombres, ante la estufa de serrín. Eran los ojos de la alimaña que le había perseguido y solo con mirarlos comprendía uno, aseguraba el padre de Almo, lo que el miedo había matado para siempre en el corazón de aquel muchacho". 


Luis Mateo Díez, Días del desván, Anaya, 2001, con introducción y apéndice de Miguel Díez R.   e ilustraciones de Antón Díez. 




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