miércoles, 13 de abril de 2011

Quevedo, otro pecador


Francisco de Quevedo

 


Si de algo ha servido la reprobación de Céline por parte del alcalde de París y del ministro de cultura francés es para que podamos disfrutar de la brillante pluma de algunos articulistas (Vargas Llosa antes, Juan Goytisolo ahora) que vienen no a defender la faceta humana -o más bien inhumana- de Céline pero sí su derecho a la gloria literaria.

Este artículo de Goytisolo, "Mal bicho, pero genial", publicado en El País el 12/04/2011, comienza analizando la figura del Céline para luego centrarse en la de Quevedo, otro escritor a quien -como se diría en lenguaje coloquial- había que "echar de comer aparte".



TRIBUNA: JUAN GOYTISOLO


Mal bicho, pero genial

JUAN GOYTISOLO 12/04/2011
En un excelente artículo publicado recientemente en estas páginas (Los réprobos, EL PAÍS, 30 de enero de 2011), Mario Vargas Llosa comentaba la lamentable decisión del Gobierno francés de suspender el proyectado homenaje a Louis-Ferdinand Céline en razón de su odioso antisemitismo y su abierta colaboración con los nazis.
Comparto enteramente su opinión: la extraordinaria empresa subversiva de Viaje al final de la noche y la infame labor panfletaria convivían en efecto en la misma persona pero importa deslindar una de otra. Una creación literaria de la hondura y alcance de la obra maestra de Céline no se sujeta a corrección alguna: brota como un volcán de luz incendiaria con su acompañamiento de escoria. En todos los países e idiomas hay infinidad de poetas y narradores de una corrección política y ética sin mácula, pero de mediocridad irremediable, y algunos que, como el novelista francés, aunaron el genio con un pensamiento y conducta absolutamente abyectos.
No está de más recordar aquí que una obra "correcta" en todos los sentidos del término sería forzosamente didáctica y, por ello, ajena a la esencial rebeldía artística. Los escritores son seres humanos con diversos grados de nobleza y miseria y en la lista de quienes encarnaron esta última y dieron rienda suelta a los peores instintos de la especie a la que pertenecemos.
Vargas Llosa menciona con razón a Quevedo. El autor de los más bellos sonetos de amor escritos en nuestra lengua y de una obra de la riqueza e inventiva verbal del Buscón era, desde el punto de vista de nuestra ética social y de la honradez exigible a una persona, un perfecto mal bicho. Si las alusiones a las narices atribuidas a los conversos y su horror al tocino se suceden a lo largo de la novela en unos capítulos de lectura sabrosa, sus poemas satíricos y burlescos (412 sin contar los que contienen hirientes befas de algunos de sus colegas) compendian un vasto muestrario de racismo, antisemitismo, misoginia y homofobia que no perdonan a nadie con excepción de los militares y de los curas de misa y olla.
Las burlas de los negros, de los mulatos, de los moros ("Nacida en Morería / sin que tú puedas negarlo; / y si las moras son perras / de casta le viene al galgo"), de las viejas ("tumba os está mejor que estrado y sala; / cecina sois en hábito de harpía"), de las flacas, de las de baja estatura ("enana sois entre los pigmeos"), de sus odiados cristianos nuevos ("Aquí yace Mosén Diego / a Santo Antón tan vecino / que huyendo de su cochino / vino a parar en el fuego" -de la Inquisición, claro-"), de los sodomitas, casi siempre italianos ("Tú que caminas en campaña rasa / cósete el culo, viandante, y pasa"), etcétera, ocupan docenas de páginas de su extensa vena satírica. Y si de ésta pasamos 
a los Sueños, comprobaremos que su infierno poético está poblado de comerciantes, sastres, cirujanos, prestamistas y otros oficios propios en aquellos tiempos de las castas judía y morisca. Frente a la hornada de réprobos, Quevedo salva de la quema, como dijimos, a quienes profesan la carrera de las armas, la única noble y digna de un hidalgo español.

En un extraordinario ejercicio de dicotomía, el autor de unas composiciones cuya lectura nos deslumbra con la precisa y bella evocación de la mujer amada se entrega sin rebozo en La hora de todos a la más abyecta misoginia: "Considérala (a la mujer) padeciendo los meses, y te dará asco, y cuando esté sin ellos, acuérdate de que los ha tenido, y que los ha de padecer, y te dará horror lo que te enamora, y avergüénzate de andar perdido por cosas que en cualquier estatura de palo tienen menos asqueroso fundamento". ¿Se puede ir más lejos en la aversión, oh cuán viril, del otro sexo?
El Parnaso, tan sugestivamente descrito por Cervantes, ha sido siempre un semillero de odios, disputas y rencillas (genus irritabile vatum decían ya los clásicos), pero la saña de Quevedo con sus rivales supuestos o reales no admite parangón en nuestras letras. Sus décimas contra Góngora, a quien acusa de sodomía ("De vos dicen por ahí / Apolo y todo su bando / que sois poeta nefando / pues cantáis culos así") y de ascendencia judaica ("¿Por qué censuras tú la lengua griega / siendo solo rabí de la judía / cosa que tu nariz aun no lo niega?) resultan todavía más deleznables si se tiene en cuenta el escrutinio y acoso del Santo Oficio a los sospechosos de judaísmo y a los culpables del crimene pésimo. Quevedo vierte su malquerencia al cordobés ("Yo frotaré mis obras con tocino / porque no me las muerdas, Gongorilla") y, con el aplomo que le confiere su estatus de sangre limpia, arremete con su espadachín contra quienes detesta cebándose en sus defectos físicos, como al dramaturgo Juan Ruiz de Alarcón. Los romances, décimas y letrillas del autor del Buscón no carecen de gracia, pero dicen muy poco a favor de la calidad humana de quien los perpetró.
Con todo, el patrioterismo de Quevedo, ese español de casta que abominaba de cuanto es ajeno a nuestras más puras esencias, no obedecía únicamente a unos sentimientos viscerales de pertenencia a una gran nación cuyo declive advertía: su afán de hacer carrera en la corte y acumular beneficios no pueden pasarse por alto.
Cuando Olivares, el mejor estadista de toda la dinastía de los Habsburgo, propuso el copatronazgo de santa Teresa con Santiago en una época de angustia nacional ante la inexplicable incomparecencia del último en el desdichado curso de la guerra de Flandes y el desastre de la Armada Invencible, el cabildo de Santiago, viendo en peligro sus privilegios, buscó una pluma que defendiera la causa del Apóstol y no halló otra mejor que la de Quevedo. La argumentación jacobea de éste no tiene desperdicio. Lo que Dios aprecia más, nos dice en Su espada por Santiago, es la victoria de sus ejércitos y ¿cómo puede una mujer ponerse al frente de ellos? El Apóstol, en cambio, prosigue, combatió en cuatro mil batallas y cortó personalmente la cabeza a once millones y quince mil moros. La deuda de la España católica contraída con él es inmensa y poco pesa en la balanza la virtud de la santa de Ávila.
Si el cálculo exacto de batallas y moros muertos nos deja perplejos, la prueba del arribismo sin escrúpulos del poeta no le va a la zaga. Quevedo no fue un buen ajedrecista en el campo político como nos informa su biografía, pero no se paraba en barras en cuanto a su medro personal.
Está hoy bien documentado que cobraba por sus informes de la Embajada de Francia y su exaltación nacionalista y católica no andaba reñida con el provecho de su bolsillo. Tan sólo esto lo distingue de Céline, poco atento al arte de hacer carrera. En lo demás comparte con él el genio literario y una conducta ignominiosamente vil y rastrera.

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